miércoles, 25 de mayo de 2011

Ensayo 3: Ensayo sobre la Identidad y Dependencia Culturales, según Horacio Cerutti Guldberg, en diálogo con Francois Houtart

A lo largo de la historia, el hombre ha modificado las relaciones humanas que se dan dentro y entre los grupos culturales existentes. Ello le ha permitido que la riqueza cultural de los pueblos madure, crezca y dé frutos que, sin el apoyo entre culturas no fuera posible. Sin embargo, es cierto también que las crisis culturales que han surgido se han vuelto cada vez más largas y duras, haciendo que la identidad cultural de los pueblos se vea trastocada, cambiando en muchos casos los valores y tradiciones que, en un momento de su vida, eran los que le daban cohesión y madurez a sus integrantes. Uno de esos puntos de cohesión eran las creencias.
Es por ello, que el presente ensayo busca ahondar en el problema de la identidad cultural y las formas en que ésta depende de otras culturas hoy en día, tomando en cuenta que la libertad del hombre se pone en juego a cada instante que pasa, sobre todo cuando esa dependencia trastoca los elementos de alteridad y convivencia que se dan entre los miembros de una cultura específica, considerando las lógicas internas de la sociedad.
Cómo se consolida la identidad es un tema que se ve envuelto en tensiones, ya que la influencia de la cultura (en especial de la religión) y de los rasgos espacio temporales y grupales hacen que el ser humano transforme sus conductas dependiendo de las connotaciones y características del momento. A pesar de ello, los argumentos de Cerutti son de actualidad al momento que enuncia que “ese vaivén de lo individual a lo colectivo se articula con los borrosos límites de lo público y lo privado para diluir la propia imagen, impedir la consolidación de una autoimagen y hasta difuminar cualquier atisbo de dignidad”(1) , ya que el ser humano, al desarrollar su identidad, lo hace en relación con los otros, poniendo en juego todo aquel bagaje (que es él mismo, con sus creencias y no creencias) para que el otro lo tome o lo deje, haciendo que lo íntimo tenga capacidad de ser presentado al otro, para que a su vez, el otro desgarre una parte de él y alcance presencia en la relación. Por ello, la consolidación de la identidad se vuelve un juego que raya entre la “brutalidad y la sutiliza”(2) , entre el mostrar y el mantener en la reserva, ya que ello nos da la capacidad de humanizar aquella parte de nosotros que aún falta por crecer, pero que exige de nuestra parte un compromiso para hacerla surgir y madurar, para hacerla nacer y que alcance su esplendor. Así, de un trabajo que inicia en la soledad, la identidad es necesariamente en un segundo lugar, una situación que “depende”, que requiere del otro para formarse.
Simón Bolivar ya preguntaba qué somos en 1815, pregunta que, de hecho, desde sus comienzos y bajo distintas formas el hombre ha tratado de responder. Más allá de la respuesta, es necesario ver que el hombre busca en lo más profundo una respuesta acuciante que le brinde seguridad en su existencia y que le permita vivir y alcanzar sus objetivos. Ello lo hace desde la posibilidad de lo diverso, desde la visión de que cada persona puede dar una respuesta completamente diferente, valiosa y única a esa misma pregunta, pero que, gracias a esa variedad, podemos ver la grandeza de nuestra comprensión. Y en esa diversidad, algo que nos une es, precisamente, la necesidad de pensar la realidad, de hacernos capaces de “asumir el compromiso que significa dar cuenta teóricamente de la realidad y asumir los riesgos de su mantenimiento o transformación”(3) . Ello se logra sólo desde una visión de libertad, ya que la libertad humana es libertad determinada en situación finita(4) , donde la situación finita se traduce como aquella realidad donde se asumen los riesgos de transformación. Así, lo que fue ello ha de convertirse en Yo(5) .
En ese sentido, el actor social no solamente es aquel que está en la determinación del poder político de ella, sino que incluye a todos aquellos que, de formas muy específicas, participan de los movimientos que se dan dentro de la estructura religiosa en la sociedad.
La libertad por ello es básica para vivir esa dependencia cultural y religiosa de la que nadie se puede soltar, ya que la identidad está conformada por aquellos rasgos que sólo conscientemente se asumen, y la conciencia sólo es posible en la medida en que somos capaces de ejercer nuestra autonomía dentro de aquello que llamamos yo. “La libertad, entendida de esta manera, pone en juego a todo el hombre, en sus relaciones entrelazadas consigo, con el mundo y con Dios, en su procedencia y su futuro”(6).
La libertad, en última instancia, inventa al ciudadano, porque “establece hábitos, naturaliza comportamientos, imprime carácter y no pocas veces, lamentablemente, exacerba rencores, endogamias, xenofobias”(7). Lo hace por la identidad que forma, dentro de la dependencia cultural donde se desarrolla, siendo en totalidad la que mueve a crear en verdad conciencia del yo en el nosotros.
Me animo a asumir la definición que da Aristóteles sobre libertad, cuando dice que “es una propiedad de la voluntad que se realiza por medio de la verdad”(8) . Y la asumo porque enuncia de forma clara la necesidad de ese compromiso con la transformación de la realidad, con la apropiación “de ella” para entenderse “en ella”. Lo cual, se logra siempre que la identidad sea clara y firme, con la conciencia clara de que somos a la vez dependientes de otras culturas y formas de entender el mundo, ya que de ninguna forma somos mónadas aisladas, sino átomos en relación.
Por eso, la libertad es elegir, y “elegir es renunciar, dejando de lado otras opciones”(9), tomando en cuenta que la opción elegida es la que me hace reafirmar o demeritar la identidad a la que me abrazo, con la responsabilidad asumida de ser aquella persona que es en comunidad, siendo capaz de tomar los valores culturales que por la identidad es necesario acoger, a pesar de lo diferentes que pueden ser respecto a otras culturas, pero complementándolas con ellas.
Termino con un pequeño comentario a aquella frase de G. Pico de la Mirandola(10), donde denota la libertad del hombre desde el libre albedrío, pues sólo es posible entenderla a la luz de la plena realización de la libertad humana: “la libertad es para el amor”(11), ya que sólo ahí es donde somos capaces de vivir la identidad que nos es entregada y asumida, pues es en el contacto con el otro, con el prójimo, donde ese amor se plenifica en la diferencia que nos une, siendo a la vez nosotros mismos y buscando alcanzar, incluso, la libertad que hasta en grado heroico se nos pide tener: la libertad en santidad, la entrega máxima por amor.



(1) Sobrevilla, David. Filosofía de la Cultura. Trotta. España, 1998, p. 132.
(2) Ibid, p. 133.
(3) Ibid, p. 140.
(4) Cfr. Amengual, Gabriel. Antropología Filosófica. BAC. Madrid, 2007, 259.
(5) Ibid. p. 258.
(6) Ibid. p. 273.
(7) Sobrevilla, David. Filosofía de la Cultura. Trotta. España, 1998, p. 137.
(8) Juan Pablo II. Memoria e identidad. Planeta. México, 2005, p. 56.
(9) Amengual, Gabriel. Antropología Filosófica. BAC. Madrid, 2007, 277.
(10) La frase es: Te coloqué en el centro del mundo, para que volvieras más cómodamente la vista a tu alrededor y miraras todo lo que hay en ese mundo. Ni celeste, ni terrestre te hicimos, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realizarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión, obtenida de De la dignidad del hombre, o.c., 105, citada en Amengual, Gabriel. Antropología Filosófica. BAC. Madrid, 2007, 277.
(11) Juan Pablo II. Memoria e identidad. Planeta. México, 2005, p. 57.

Bibliografía:
Amengual, Gabriel. Antropología Filosófica. BAC. Madrid, 2007.

Juan Pablo II. Memoria e identidad. Planeta. México, 2005.

Sobrevilla, David. Filosofía de la Cultura. Trotta. España, 1998.
Houtart, Francois. Sociología de la Religión.

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